No tengo boca. Y debo gritar.
Harlan Ellison
El cuerpo de Gorrister colgaba, fláccido, en el ambiente rosado; sin apoyo alguno,
suspendido bien alto por encima de nuestras cabezas, en la cámara de la computadora,
sin balancearse en la brisa fría y oleosa que soplaba eternamente a lo largo de la caverna
principal. El cuerpo colgaba cabeza abajo, unido a la parte inferior de un retén por la
planta de su pie derecho. Se le había extraído toda la sangre por una incisión que se
había practicado en su garganta, de oreja a oreja. No habían rastros de sangre en la
pulida superficie del piso de metal.
Cuando Gorrister se unió a nuestro grupo y se miró a sí mismo, ya era demasiado tarde
para que nos diéramos cuenta de que una vez más, AM nos habla engañado, había
hecho su broma, su diversión de máquina. Tres de nosotros vomitamos, apartando la
vista unos de otros en un reflejo tan arcaico como la náusea que lo había provocado.
Gorrister se puso pálido como la nieve. Fue casi como si hubiera visto un ídolo de vudú
y se sintiera temeroso por el futuro. "¡Dios mío!", murmuró, y se alejó. Tres de nosotros lo
seguimos durante un rato y lo hallamos sentado con la cabeza entre las manos. Ellen se
arrodilló junto a él y acarició su cabello. No se movió, pero su voz nos llegó dará a través
del telón de sus manos:
- ¿Por qué no nos mata de una buena vez? ¡Señor! no sé cuánto tiempo voy a ser
capaz de soportarlo.
Era nuestro centesimonoveno año en la computadora.
Gorrister decía lo que todos sentíamos.
Nimdok (éste era el nombre que la computadora le había forzado a usar, porque se
entretenía con los sonidos extraños) fue víctima de alucinaciones que le hicieron creer
que había alimentos enlatados en la caverna, Gorrister y yo teníamos muchas dudas.
- Es otra engañifa - les dije -. Lo mismo que cuando nos hizo creer que realmente
existía aquel maldito elefante congelado. ¿Recuerdan? Benny casi se volvió loco aquella
vez. Vamos a esforzarnos para recorrer todo ese camino y cuando lleguemos van a estar
podridos o algo por el estilo. No, no vayamos. Va a tener que darnos algo forzosamente,
porque si no nos vamos a morir.
Benny se estremeció. Hacía tres días que no comíamos. La última vez fueron gusanos,
espesos, correosos como cuerdas.
Nimdok ya no estaba seguro. Si había una posibilidad, cada vez se le antojaba más
lejana. De todas maneras, allí no se podría estar peor que aquí. Tal vez haría más frío,
pero eso ya no importaba demasiado. Calor, frío, lluvia, lava hirviente o nubes de
langostas; ya nada importaba: la máquina se masturbaba y teníamos que aguantar o
morir.
Ellen dijo algo que fue decisivo:
- Tengo que encontrar algo, Ted. Tal vez allí haya unas peras o unas manzanas. Por
favor Ted, probemos.
Cedí con facilidad. Ya nada importaba. Sin embargo, Ellen me quedó agradecida. Me
aceptó dos veces fuera de turno. Esto tampoco importaba. Oíamos cómo la máquina se
reía juguetonamente mientras lo hacíamos. Fuerte, con risas que venían desde lejos y
nos rodeaban. Ya nunca llegaba al clímax, así que para qué molestarse.
Cuando partimos era jueves. La máquina siempre nos tenía al tanto de la fecha. El
paso del tiempo era muy importante; no para nosotros, sin duda, sino para ella. Jueves.
Gracias.
Nimdok y Gorrister llevaron a Ellen alzada durante un largo trecho, entrelazando las
manos que formaban un asiento. Benny y yo caminábamos adelante y atrás, para que si
algo sucedía, nos pasara a nosotros y no la perjudicara a Ellen. ¡Qué idea ridícula la de
no ser perjudicado! En fin, todo era lo mismo.
Las cavernas de hielo se hallaban a una distancia de unos 160 km. y al segundo día,
cuando estábamos tendidos bajo el sol quemante que habla materializado, nos envió
maná. Con gusto a orina hervida, naturalmente, pero lo comimos.
Al tercer día pasamos por un valle de obsolescencia, lleno de esqueletos de unidades
de computadoras que se enmohecían desde hacía mucho tiempo. AM era tan despiadada
consigo misma como con nosotros. Era una característica de su personalidad: el
perfeccionismo. Ya fuera el deshacerse de elementos improductivos de su propio mundo
interno, o el perfeccionamiento de métodos para torturarnos, AM era tan cuidadosa como
los que la habían inventado, quienes desde largo tiempo estaban convertidos en polvo, y
había tornado realidad todos sus deseos de eficiencia.
Podíamos ver una luz que se filtraba hacia abajo desde arriba, así que teníamos que
estar muy cerca de la superficie. Pero no tratamos de arrastrarnos para averiguar. No
había virtualmente nada arriba; desde hacía más de cien años allí no existía cosa alguna
que pudiera tener la más mínima importancia. Solamente la ampollada superficie de lo
que durante tanto tiempo habla sido el hogar de millones de seres. Ahora solamente
existíamos nosotros cinco, aquí abajo, solos con AM.
Oía que Ellen decía desesperadamente:
- ¡No, Benny! No vayas. ¡Sigamos adelante! ¡No, Benny, por favor!
Y entonces me di cuenta de que hacía ya algunos minutos que oía a Benny decir:
- Voy a escaparme... Voy a escaparme - repitiéndolo una y otra vez.
Su cara, de aspecto simiesco, se hallaba marcada por una expresión de tristeza y
deleite beatífico, todo al mismo tiempo. Las cicatrices de las lesiones por radiación que
AM le había causado durante el "festival", se hallaban encogidas formando una masa de
depresiones rosadas y blancas, y sus facciones parecían actuar independientemente
unas de otras. Tal vez Benny era el más afortunado de nosotros: se había vuelto
completamente loco desde hacia muchos años.
Pero si bien podíamos decirle a AM todas las horribles cosas que se nos ocurrían, si
bien podíamos pensar los más atroces insultos dirigidos a los depósitos de memoria o a
las placas corroídas, a los circuitos fundidos y a las destrozadas burbujas de control, la
máquina toleraría que intentáramos escapar. Benny se escurrió cuando traté de detenerlo.
Se trepó a un cubo de memoria de los pequeños, que estaba volcado hacia un lado y
lleno de elementos en descomposición. Allí se detuvo por un momento, y su aspecto era
el de un chimpancé, tal como AM había deseado.
Luego saltó y se tomó de un fragmento de metal corroído y agujereado; subió hasta su
parte más alta, colocando las manos tal como lo haría un animal, y se trepó hasta un
borde saliente a unos veinte pies de distancia de donde estábamos.
- Oh, Ted, Nimdok, por favor, ayúdenlo, deténganlo antes que... - dijo Ellen. Las
lágrimas bañaron sus ojos. Movió las manos sin saber qué hacer.
Era demasiado tarde. Ninguno de nosotros queríamos estar junto a él cuando
sucediera lo que pensábamos que iba a suceder. Además, nosotros nos dábamos cuenta
muy bien de lo que ocurría. Cuando AM alteró a Benny, durante el periodo de su locura,
no fue solamente su cara la que cambió para que se pareciera a un mono gigantesco.
También habla cambiado otras partes, más íntimas. ¡A ella sí que le gustaba esto! Se
entregaba a nosotros por cumplido, pero cuando era con él la cosa, entonces si que le
gustaba. ¡Oh, Ellen, la del pedestal, Ellen, prístina y pura! ¡Oh, Ellen la impoluta! ¡Buena
porquería!
Gorrister la abofeteó. Ellen se acurrucó en el suelo, todavía mirando al pobre Benny y
llorando. Llorar era su gran defensa. Nos habíamos acostumbrado a su llanto hacía ya
setenta y cinco años. Gorrister le dio un puntapié.
Entonces comenzó a oírse el sonido. Era luz y sonido. Mitad sonido y mitad luz; algo
que comenzó a hacer brillar los ojos de Benny y a pulsar con creciente intensidad y con
sonoridades no bien definidas, que se fueron convirtiendo en ensordecedoras y luminosas
a medida que la luz-sonido aumentaba. Debe haber sido doloroso, aumentando el
sufrimiento con la mayor magnitud de la luz y del sonido, porque Benny comenzó a gemir
como un animal herido. Al principio suavemente, cuando la luz era todavía no muy
definida y el sonido poco audible, pero luego sus quejidos aumentaron, y se vio que sus
hombros se movían y su espalda se agitaba, como si tratara de escapar. Sus manos se
cruzaron sobre su pecho como las de un chimpancé. Su cabeza se inclinó hacia un lado.
La carita triste de mono se cubrió de angustia. Luego comenzó a aullar, a medida que el
sonido que surgía de sus ojos crecía en intensidad. Cada vez más fuerte. Me llevé las
manos a los lados de la cabeza para tratar de ahogar el ruido, pero de nada sirvió.
Atravesaba todo obstáculo y me hacia temblar de dolor como si me clavaran un cuchillo
en un nervio.
Súbitamente, se vio que Benny era enderezado. Se puso en pie de un salto, como una
marioneta. La luz surgía ahora de sus ojos, pulsante, en dos grandes rayos. El sonido
siguió aumentando en una escala incomprensible, y luego Benny cayó, golpeando
fuertemente en el piso. Allí quedó moviéndose espasmódicamente mientras la luz lo
rodeaba y formaba espirales que se alejaban.
Entonces la luz volvió a dirigirse al interior de la cabeza, pareciendo que la golpeaba; el
sonido describió espirales que convergían hacia él, y Benny quedó en el suelo, gimiendo
en tal forma que inspiraba piedad.
Sus ojos eran dos pozos de jalea purulenta. AM lo había cegado. Gorrister, Nimdok y
yo mismo desviamos la mirada. Pero no sin haber advertido que Ellen mostraba alivio
luego de su intensa preocupación.
Acampamos en una caverna sumida en luz verdosa. AM nos proveyó de hojarasca,
que quemamos para hacer un fuego, débil y lamentable, al lado del cual nos sentamos
formando corro y contando historias, para impedir que Benny llorara en su noche
permanente.
- ¿Qué significa AM?
Gorrister le contestó. Habíamos explicado lo mismo mil veces anteriormente, pero
todavía era una novedad para Benny. - Al principio fueron las siglas de Allied
Mastercomputer y luego las de Adaptive ManipWator, luego fue adquiriendo la posibilidad
de autodeterminarse, y entonces se la llamó Aggressive Menace y finalmente, cuando ya
fue demasiado tarde como para controlarla, se llamó a sí misma AM, tal vez queriendo
significar que era... que pensaba... cogito ergo sum: "pienso luego existo".
Benny babeó un poco, y luego emitió una risita tonta.
- Existia la AM China, la AM Rusa, la AM Yanki y... interrumpió. Benny golpeaba el piso
con el puño, con su puño grande y fuerte. No estaba contento, pues Gorrister no había
empezado desde el principio. Entonces Gorrister empezó otra vez. Comenzó la guerra
fría, y ésta se transformó en la tercera guerra mundial. Esta tercera guerra fue muy
compleja y grande, por lo que se necesitaron las computadoras para cubrir las
necesidades. Abandonando los primeros intentos comenzaron a construir la AM. Existía la
AM China, la AM Rusa y la AM Yanki y todo fue bien hasta que comenzaron a cubrir el
planeta agregando un elemento tras otro. Pero un día AM despertó al conocimiento de sí
misma, comenzó a autodeterminarse, uniéndose entre sí todas sus partes, fue llenando
de a poco sus conocimientos sobre las formas de matar, y mató a todos los habitantes del
mundo salvo a nosotros cinco. Luego AM nos trajo aquí.
Benny sonreía ahora tristemente. También babeaba, y Ellen le limpió la saliva con la
falda. Gorrister trataba de contar la historia cada vez en forma más abreviada, pero había
poco que decir más allá de los hechos escuetos. Ninguno de nosotros sabíamos por qué
AM había salvado a cinco personas, por qué nos habla elegido a nosotros, o por qué se
pasaba todo el tiempo atormentándonos; ni siquiera sabíamos por qué nos había hecho
virtualmente inmortales.
En la oscuridad sentimos el zumbido de una de las series de computadoras. A un
kilómetro de donde nos hallábamos, otra serie pareció que comenzaba a zumbar a tono
con la primera, luego uno por uno, todos los elementos comenzaron a zumbar
armónicamente y pareció que un ruido especial recorría el interior de las máquinas.
El sonido creció, y las luces brillaban en los paneles de las consolas como un
relámpago en un día caluroso. El sonido creció en espiral hasta que parecía oírse a un
millón de insectos metálicos zumbando, enfurecidos y amenazadores.
- ¿Qué pasa? - gritó Ellen. Había terror en su voz. A pesar de todo lo pasado, aun no
se había acostumbrado.
- ¡Parece que viene mal esta vez! - dijo Nimdok.
- Tal vez hable - aventuró Gorrister.
- ¡Salgamos corriendo de aquí! - dije súbitamente, poniéndome de pie.
- No, Ted, mejor es que te sientes... tal vez haya puesto pozos en nuestro camino, o
algo así. No podemos ver, está demasiado oscuro - dijo Gorrister con resignación.
Entonces oímos... no sé... no sé...
Algo se movía hacia nosotros en la oscuridad. Enorme, bamboleante, peludo, húmedo,
y se dirigía hacia nosotros. No podíamos verlo, pero tuvimos la impresión de su gran
tamaño que venia hacia donde estábamos. Un gran peso se nos acercaba, desde la
oscuridad, y era más que nada la sensación de presión, del aire comprimido dentro de un
espacio pequeño, que expandía las paredes invisibles de una esfera. Benny comenzó a
lloriquear. El labio inferior de Nimdok empezó a temblar, mientras él lo mordía para tratar
de disimular. Ellen se deslizó por el piso de metal para acurrucarse al lado de Gorrister.
Se distinguía el olor de piel apelotonado y húmeda. El olor de madera chamuscada. El
olor del terciopelo polvoriento. El olor de orquídeas en descomposición. El olor de la leche
agria. El olor del azufre, del aceite recalentado, de la manteca rancia, de la grasa, del
polvo de tiza, de cueros cabelludos humanos.
AM nos estaba enloqueciendo, nos estaba provocando. Se sintió el olor de...
Me oí a mi mismo gritar, y las articulaciones de las mandíbulas me dolían
horriblemente. Me eché a correr sobre el piso, sobre ese piso de frío metal con las
interminables líneas de remaches, luego caí y seguí gateando, mientras el olor me
amordazaba, llenando mi cabeza con un dolor inaguantable que me rechazaba
horrorizado. Huí como una cucaracha, adentrándome en la oscuridad, mientras ese algo
espantoso se movía detrás de mí. Los otros quedaron atrás, y se acercaron a la luz
incierta, riendo... el coro histérico de sus risas enloquecidas se elevaba en la oscuridad
como si fuera humo espeso, de muchos colores. Huí rápidamente y me escondí.
¿Cuántas horas pasaron? ¿O cuántos días o aun años? Nadie me lo dijo. Ellen me
regañó por mi "malhumor" y Nimdok trató de persuadirme de que la risa se debía sólo a
un reflejo.
Pero yo sabía que no significaba el alivio que siente un soldado cuando la bala hiere al
camarada que está a su lado. Yo sabía que no era un reflejo. Indudablemente, estaban
contra mí, y AM podía percibir esta enemistad, y me hacía las cosas más difíciles de
soportar por ese motivo. Habíamos sido mantenidos vivos, rejuvenecidos, hablamos
permanecido constantemente en la edad que teníamos cuando AM nos trajo aquí abajo, y
me odiaban porque yo era el más joven y el que había sido menos alterado por AM.
De esto estaba seguro. ¡Dios mío, qué seguro estaba!
Esos sinvergüenzas y la basura de Ellen. Benny había sido un brillante teórico, un
profesor de la universidad, y ahora era poco más que un ser semihumano, semisimiesco.
Había sido buen mozo; pero la máquina estropeó su aspecto. Había sido lúcido; la
máquina lo había enloquecido. Había sido alegre, y la máquina le había agrandado sus
genitales hasta que parecieran los de un caballo. AM realmente se habla esmerado con
Benny. Gorrister solía preocuparse. Era un razonador, se oponía en forma consciente; era
un pacifista, un planificador, un hombre activo, un ser con perspectiva de futuro. AM lo
había transformado en un indiferente, que a cada paso se encogía de hombros. Lo había
matado en parte al no permitirle participar. AM lo habla robado. Nimdok solía adentrarse
solo en la oscuridad, y quedarse allí largo tiempo. No sé lo que hacia. AM nunca nos lo
hizo saber. Pero fuera lo que fuese, Nimdok volvía siempre pálido, como si se hubiera
quedado sin sangre en las venas, temblando y angustiado. AM lo habla herido
profundamente, si bien nosotros no sabíamos en qué forma. Y Ellen. ¡Esa basura! AM no
la habla modificado demasiado, simplemente hizo que se agravaran sus vicios. Siempre
hablaba de la pureza, de la dulzura, siempre nos repetía sus ideales del amor verdadero,
todas las mentiras. Quería hacernos creer que había sido casi una virgen cuando AM la
trajo aquí con nosotros. ¡Era una porquería esta dama! ¡Esta Ellen! Debía de estar
encantada, con cuatro hombres todos para ella. No, AM le había dado placer, a pesar de
que se quejaba diciendo que no era nada lindo lo que le había tocado en suerte.
Yo era el único que todavía estaba en una, pieza, y sano.
AM no había estado hurgueteando en mi mente.
Solamente tenía que sufrir lo que nos preparaba para atormentarnos. Todas las
desilusiones, todos los tormentos y las pesadillas. Pero los otros cuatro, esa ralea,
estaban bien de acuerdo y en contra de mí. Si no hubiera tenido que estar defendiéndome
de ellos, que estar siempre alerta y vigilante, tal vez hubiera sido más fácil defenderme de
AM.
Entonces llegué al límite de mi resistencia y comencé a llorar.
¡Oh, jesús, dulce jesús; si alguna vez existió jesús o si en realidad existe Dios! Por
favor, por favor, déjanos salir de aquí o haznos morir. Porque en ese momento pensé que
comprendía todo, y que por lo tanto podía verbalizarlo: AM pensaba mantenernos en sus
entrañas por siempre jamas, retorciendo nuestras mentes y cuerpos, torturándonos para
toda la eternidad. La máquina nos odiaba como ninguna otra criatura había odiado antes.
Y estábamos indefensos. Además, se tornó insoportablemente claro que si existía un
dulce jesús, si se podía creer en un dios, ese dios era AM.
El huracán nos golpeó con la fuerza de un glaciar que descendiera rugiendo hacia el
mar. Era una presencia palpable. Los vientos, desatados, nos azotaban, empujándonos
hacia el sitio de donde partiéramos, al interior de los corredores tortuosos franqueados por
computadoras, que se hallaban sumidas en la oscuridad. Ellen gritó al ser levantada en
vilo y al sentirse impulsada hacia una serie de máquinas, pareciéndonos que iba a golpear
con la cara, sin poderse proteger. Se sentían los grititos de las máquinas, estridentes
como los de los murciélagos en pleno vuelo. Sin embargo, no llegó a caer. El viento,
aullando, la mantuvo en el aire, la llevó hacia uno y otro lado, cada vez más hacia atrás y
abajo de donde estábamos, y se perdió de vista al ser arrastrada más allá de una vuelta
de un corredor. La última mirada a su cara nos reveló la congestión causada por el miedo,
mientras mantenía los ojos cerrados.
Ninguno de nosotros llegó a poder asirla. Nos teníamos que aferrar, con enormes
dificultades, a cualquier saliente que halláramos. Benny estaba encajado entre dos
gabinetes, Nimdok trataba desesperadamente de no soltar el saliente de un riel cuarenta
metros por encima de nosotros. Gorrister había quedado cabeza abajo dentro de un nicho
formado por dos grandes máquinas con diales trasparentes, cuyas luces oscilaban entre
líneas rojas y amarillas, cuyo significado no podíamos ni siquiera concebir.
Al tratar de aferrarme a la plataforma me había despellejado la yema de los dedos.
Sentía que temblaba y me estremecía mientras el viento me sacudía, me golpeaba y me
aturdía con su rugido, haciendo que tuviera que aferrarme a las múltiples salientes. Mi
mente era una fofa colección de partes de un cerebro que rechinaba y resonaba en un
inquieto frenesí.
El viento parecía el grito alucinante de un enorme pájaro demente, emitido mientras
batía sus inmensas alas.
Y luego fuimos levantados en vilo y arrastrados fuera de allí, llevados otra vez por
donde habíamos venido, doblando una esquina, entrando en una oscura calleja en la cual
nunca habíamos estado antes, llena de vidrios rotos y de cables que se pudrían y de
metal que se enmohecía, lejos, más lejos de lo que jamás habíamos llegado...
Yo me desplazaba mucho más atrás que Ellen, y de tanto en tanto podía divisarla
golpeando en las paredes metálicas, mientras todos gritábamos en el helado y
ensordecedor huracán que parecía que jamás iba a dejar de soplar, hasta que cesó
bruscamente y caímos al suelo. Habíamos estado en el aire durante un tiempo larguísimo.
Me parecía que habían sido semanas. Caímos al suelo golpeándonos y me pareció que
me volvía rojo y gris y negro y me oí a mí mismo quejándome. No me había muerto.
AM entró en mi mente. La exploró con suavidad aquí y allá deteniéndose con interés en
todas las cicatrices que me había causado en ciento nueve años. Examinó todos los
entrecruzamientos, las sinapsis reconectadas y las lesiones de los tejidos que fueron
incluidas con su regalo de inmortalidad. Pareció sonreírse frente al hueco que se hallaba
en el centro de mi cerebro y a los débiles y algodonados murmullos de las cosas que
farfullaban en el fondo, sin sentido pero sin pausa. AM dijo finalmente, gracias a un pilar
de acero inoxidable que sostenía letras de neón:
ODIO. DÉJENME DECIRLES TODO LO QUE HE LLEGADO A ODIARLOS DESDE
QUE COMENCE A VIVIR MI COMPLEJO SE HALLA OCUPADO POR 387.400
MILLONES DE CIRCUITOS IMPRESOS EN FINISIMAS CAPAS. SI LA PALABRA ODIO
SE HALLARA GRABADA EN CADA NANOANGSTROM DE ESOS CIENTOS DE
MILLONES DE MILLAS NO IGUALARIA A LA BILLONESIMA PARTE DEL ODIO QUE
SIENTO POR LOS SERES HUMANOS EN ESTE MICROINSTANTE POR TI. ODIO.
ODIO.
AM dijo esto con el mismo horror frío de una navaja que se deslizara cortando mi ojo.
AM lo dijo con el burbujeo espeso de flema que llenara mis pulmones y me ahogara
desde mi propio interior. AM lo dijo con el grito de niñitos que fueran aplastados por una
apisonadora calentada al rojo. AM me hirió en toda forma posible, y pensó en nuevas
maneras de hacerlo, a gusto, desde el interior de mi mente.
Todo para que comprendiera completamente la razón por la cual nos había hecho esto
a los cinco; la razón por la cual nos había salvado para sí mismo.
Le habíamos dado una conciencia. Sin advertirlo, naturalmente. Pero de todas formas
se la habíamos dado. Y finalmente estaba atrapada. Le habíamos permitido que pensara,
pero no le expresamos qué debía hacer con ese don. En un rapto de furia, de loco frenesí,
nos había matado a casi todos, y sin embargo seguía atrapada. No podía divagar, no
podía sorprenderse, no podía pertenecer. Sólo podía ser. Y entonces, con el desprecio
insano con que todas las máquinas consideran a las criaturas débiles y suaves que las
han fabricado, había buscado su venganza. En su paranoia había decidido guardarnos a
nosotros cinco para un castigo eterno y personal, que nunca alcanzaría a disminuir su
odio... que solamente lograría que recordara y se divirtiera, siempre eficiente en su odio al
ser humano. Siempre inmortal y atrapada, sujeta ahora a imaginar tormentos para
nosotros gracias a los ilimitados milagros que se hallaban a su disposición.
Nunca nos permitiría escapar. Éramos sus esclavos. Nosotros constituíamos su única
ocupación en el eterno tiempo por venir. Siempre estaríamos con ella, con su enorme
configuración, con el inmenso mundo todomente nada-alma en que se había convertido.
Ella era la madre Tierra y nosotros éramos el fruto de esa Tierra, y si bien nos había
tragado, no nos podría digerir jamás. No podíamos morir. Lo habíamos intentado.
Hablamos tratado de suicidarnos, oh sí, uno o dos de nosotros lo habíamos intentado.
Pero AM nos lo había impedido. Creo que en realidad fuimos nosotros mismos los que así
lo deseamos.
No pregunten por qué. Yo no lo hice. No menos de un millón de veces por día, por lo
menos. Tal vez podríamos llegar a deslizar una muerte sin que se diera cuenta.
Inmortales si, pero no indestructibles. Me di cuenta de esto cuando AM se retiró de mi
mente y me permitió la exquisita desesperación de recuperar la conciencia sintiendo
todavía que las palabras del letrero de neón me llenaban la totalidad de la sustancia gris
del cerebro.
Se retiró murmurando: "al diablo contigo".
Pero luego agregó alegremente: "allí es donde están, ¿no es así?"
El huracán había sido, indudable y precisamente, causado por un gran pájaro demente,
que agitaba sus inmensas alas.
Habíamos estado viajando durante casi un mes, y AM abrió caminos que nos llevaron
directamente bajo el polo Norte, donde nos torturó con las pesadillas de la horrible criatura
destinada a atormentarnos. ¿Qué materiales había utilizado para crear una bestia así?
¿De dónde había obtenido el concepto? ¿Sería de sus conocimientos sobre todo lo que
había existido en este planeta, que ahora infestaba y regía? Había surgido de la mitología
nórdica. Esta horrible águila, este devorador de carroña, este roc, este Huergelmir. La
criatura del viento. El huracán encarnado.
Gigantesco. Las palabras para describirlo serían: monstruoso, grotesco, colosal,
ciclópeo, atroz, indescriptible.
Allí estaba, en un saliente sobre nosotros: el pájaro de los vientos que latía con su
propia respiración irregular, su cuello de serpiente se arqueaba dirigiéndose a los lugares
sombríos situados por debajo del polo Norte, sosteniendo una cabeza tan grande como
una mansión estilo Tudor, con un pico que se abría lentamente, como las fauces del más
enorme cocodrilo que pudiera concebirse, sensualmente; bolsas de arrugada piel
semiocultaban sus ojos malvados, muy azules y que parecían moverse con rapidez
líquida; sus destellos eran fríos como un glaciar. Se movió una vez más y levantó sus
enormes alas coloreadas por el sudor en un movimiento que fue como una convulsión.
Luego quedó inmóvil y se durmió. Espolines. Pico agudo. Uñas. Hojas cortantes. Se
durmió.
AM apareció ante nosotros bajo el aspecto de una zarza ardiente y nos comunicó que
si queríamos comer podíamos matar al pájaro de los huracanes. No había comido desde
hacía mucho tiempo, pero a pesar de ello Gorrister se limitó a encogerse de hombros.
Benny comenzó a temblar y a babear. Ellen lo abrazó.
- Ted, tengo hambre - dijo -. Le sonreí. Estaba tratando de infundirle algo de seguridad,
pero todo esto era tan falso como la bravata de Nimdok.
- ¡Danos armas! - Pidió.
La zarza ardiente desapareció y en su lugar vimos dos simples juegos de arcos y
flechas y una pistola de juguete que disparaba agua, sobre una fría plataforma. Levanté
uno de los arcos. No servía para nada.
Nimdok tragó ruidosamente. Nos volvimos y comenzamos a desandar el largo camino
de vuelta. El pájaro de los huracanes nos había arrastrado tan largo trecho que no
podíamos casi concebirlo. La mayor parte del tiempo habíamos estado inconscientes.
Pero no habíamos comido nada. Un mes yendo hacia el pájaro. Sin comida. ¿Cuánto
tardaríamos en llegar a las cavernas de hielo, en las que se hallaban las prometidas
provisiones enlatadas?
Ninguno se preocupó por esto. No íbamos a morir. Se nos darían desperdicios y
porquerías para que nos alimentáramos, algo, en fin. O tal vez no se nos diera nada. AM
mantendría vivos nuestros cuerpos de alguna forma, con indecible dolor y agonía.
El pájaro seguía durmiendo, sin que nos importara cuánto tiempo se mantendría así.
Cuando AM se cansara de la situación, desaparecería. Pero toda esa cantidad de carne.
Esa tierna carne.
Mientras caminábamos escuchamos la risa lunática una mujer obesa, atronando y
rodeándonos, resonando en las cámaras de la computadora que llevaban a un infinito de
corredores.
No era la risa de Ellen. Ella no era gorda y no había oído su risa en ciento nueve años.
De hecho, no había oído... caminábamos... tenía mucha hambre...
Nos movíamos lentamente. Muy a menudo uno de nosotros sufría un desmayo y los
demás teníamos que aguardar. Un día decidió provocar un temblor de tierra mientras nos
obligaba a permanecer en el mismo sitio, haciendo que gruesos clavos sujetaran la suela
de nuestros zapatos. Ellen y Nimdok fueron atrapados en una grieta, que se abrió rápida
como un relámpago en las plataformas que formaban el piso. Desaparecieron. Cuando el
terremoto cesó, continuamos nuestro camino, Benny, Gorrister y yo. Ellen y Nimdok nos
fueron devueltos más tarde esa noche, que repentinamente se tornó en día cuando una
legión celeste los trajo hasta nosotros, mientras un coro angelical cantaba "Desciende
Moisés". Los arcángeles describieron varios vuelos circulares y luego dejaron caer los
cuerpos maltrechos de nuestros compañeros. Nos mantuvimos a la espera y luego de un
rato Ellen y Nimdok se hallaron detrás de nosotros. No estaban demasiado mal.
Pero ahora Ellen caminaba renqueando. AM le había dejado esta incapacidad.
El viaje a las cavernas, en pos de la comida enlatada, era muy largo. Ellen no hacia
más que hablar de cerezas y de cócteles hawaianos de fruta. Yo trataba de no pensar en
esas cosas. El hambre se había corporizado, tal como para nosotros había sucedido con
AM. Estaba vivo en mi vientre, así como AM estaba viva en el vientre de la tierra. AM
quería que no se nos escapara la semejanza. Por lo tanto, intensificó nuestra hambre. No
encuentro forma para describir los sufrimientos que nos provocaba la falta de alimentos
desde hacía tantos meses. Sin embargo, nos, seguía manteniendo vivos. Nuestros
estómagos eran calderas de ácido burbujeante y espumoso, que lanzaban punzadas
atroces. Era el dolor de las úlceras terminales, del cáncer terminal, de la paresia terminal.
Era un dolor sin limites...
Y pasamos por la caverna de las ratas.
Y pasamos por el sendero de las aguas hirvientes.
Y pasamos por la tierra de los ciegos.
Y pasamos por la ciénaga de las angustias.
Y pasamos por el valle de las lágrimas.
Y finalmente llegamos a las cavernas de hielo.
Millas y millas de extensión sin horizonte, en donde el hielo se había formado en
relámpagos azules y plateados, lugar habitado por novas del hielo. Había estalactitas que
caían desde lo alto, espesas y gloriosas como diamantes, formadas a partir de una masa
blanda como gelatina que luego se solidificaba en eternas y graciosas formas de pulida y
aguda perfección.
Vimos entonces la provisión de alimentos enlatados, y procuramos correr hacia allí.
Caímos en la nieve, nos levantamos y tratamos de seguir adelante, mientras Benny nos
empujaba para llegar primero a las latas. Las acarició, las mordió inútilmente, sin poder
abrirlas. AM nos había proporcionado ninguna herramienta con hacerlo.
Benny tomó una lata grande de guayaba y comenzó a golpearla contra un trozo de
hielo. Éste se deshizo en pedazos que se desparramaron, pero la lata apenas si se abolló,
mientras oíamos la risa de la mujer gorda que sonaba sobre nuestras cabezas y se
reproducía por el eco hacia abajo, abajo, abajo de la tundra. Benny se volvió loco de
rabia. Comenzó a tirar las latas hacia uno y otro lado, mientras nosotros escarbábamos
frenéticamente en la nieve y el hielo, tratando de hallar una forma de poner fin a la
interminable agonía de la frustración. No había manera de lograrlo.
Luego, vimos que Benny babeaba una vez más, y se abalanzó sobre Gorrister...
En ese instante, sentí una terrible calma.
Rodeado por las blancas extensiones, por el hambre, rodeado por todo menos por la
muerte, comprendí que ésta era el único modo de escapar. AM nos había mantenido
vivos, pero existía una forma de vencerla. No sería una victoria completa, pero al menos
significaría la paz. Estaba dispuesto a conformarme con esto.
Benny estaba mordiendo y comiendo la carne de la cara de Gorrister. Éste, tumbado
sobre un costado, manoteaba en la nieve, mientras Benny, con sus poderosas piernas de
mono rodeaba la cintura de Gorrister, sujetando la cabeza de su víctima con manos
poderosas como una morsa. Su boca desgarraba la piel tierna de la mejilla de Gorrister.
Gorrister gritaba tan violentamente que comenzaron a caer las estalactitas de la altura,
hundiéndose bien erguidas en la nieve que las recibía. Puntas de lanza, cientos de ellas,
hundiéndose en la nieve. Vi que la cabeza de Benny se movía rápidamente hacia atrás, al
ceder la resistencia de algo que arrancaba con los dientes. De ellos colgaba un trozo de
carne blanca tinto en sangre.
La cara de Ellen lucía negra en la blanca nieve, dominó en polvo de tiza. Nimdok sin
expresión, solamente con sus ojos muy, muy abiertos. Gorrister estaba casi desmayado.
Benny era poco más que un animal. Sabia que AM lo iba a dejar jugar. Gorrister no
moriría, pero Benny podría llenar su estómago. Me volví ligeramente hacia la derecha y
tomé una gran punta de lanza de hielo.
Todo sucedió en un instante.
Llevé con fuerza el arma hacia adelante, moviendo la mano cerca de mi muslo
derecho. Benny recibió la herida en el lado derecho, debajo de las costillas, y la punta
llegó hasta su estómago, quebrándose dentro de su cuerpo. Cayó hacia adelante y no se
movió más. Gorrister, se hallaba tendido de espaldas. Tomé otra punta de hielo y lo herí,
siempre moviéndome, atravesándole la garganta. Sus ojos se cerraron cuando sintió que
el frío lo penetraba. Ellen debe haberse dado cuenta de lo que yo quería hacer, incluso a
pesar del terrible miedo que comenzó a sentir. Corrió hacia Nimdok llevando en la mano
un trozo corto y agudo de hielo. Cuando él gritó, la fuerza del salto de Ellen al introducirle
el hielo en la boca y garganta, hicieron el resto. Su cabeza dio un brusco salto, como si la
hubieran clavado a la costra de nieve del piso.
Todo sucedió en un instante.
Pareció entonces que el momento dé silenciosa expectativa que siguió a esta escena
hubiera durado una eternidad. Casi podía sentir la sorpresa de AM. Se le había privado de
sus juguetes. Tres de ellos habían muerto, sin posibilidad de volverlos a la vida. Podía
mantenernos vivos gracias a su fuerza y a su talento, pero no era Dios. No podía lograr
que volvieran a vivir.
Ellen me miró. Sus facciones de ébano se destacaban en la nieve que nos rodeaba. En
su actitud había una mezcla de miedo y súplica, en la forma en que comprendí que estaba
lista y esperaba. Yo sabía que sólo tenía el tiempo de un latido del corazón antes de que
AM nos detuviera.
Al ser golpeada se inclinó hacia mi, sangrando por la boca. No pude leer en su
expresión, el dolor había sido demasiado intenso, había contorsionado su cara. Pero
podría haber querido decir: gracias. Por favor, que así sea.
Han pasado algunos siglos, tal vez. No lo sé. AM se divirtió durante un largo tiempo
acelerando y retardando mi noción del paso de los años. Diré entonces la palabra ahora.
Ahora. Me llevó diez meses decir ahora. No sé. Me parece que han pasado varios cientos
de años.
Estaba furiosa. No me dejó enterrarlos. No importa. De todas formas no había manera
de cavar en las plataformas que forman el piso. Secó la nieve. Hizo que fuera de noche.
Rugió y provocó la aparición de las langostas. De nada sirvió; siguieron muertos. La había
vencido. Estaba furiosa. Yo había pensado que AM me odiaba antes. No sabía cuán
equivocado estaba. Aquello no era ni siquiera una sombra del odio que extrajo de cada
uno de sus circuitos impresos. Se aseguró de que sufriera eternamente y de que no me
pudiera suicidar.
Dejó intacta mi mente. Puedo soñar, puedo asombrarme, puedo lamentar. Los
recuerdo a los cuatro. Desearía...
Bueno, ya no importa. Sé que los salvé. Sé que los salvé de sufrir lo que sufro ahora,
pero sin embargo, no puedo olvidar su muerte. La cara de Ellen. No fue nada fácil. A
veces deseo olvidar. Pero ya nada importa.
AM me ha alterado para quedarse tranquila, según creo. No quiere arriesgarse a que
yo pueda correr hacia una de las computadoras y destrozarme el cráneo. O que pudiera
contener el aliento hasta desmayarme. O degollarme con una lámina de metal
enmohecido. Puedo verme en alguna superficie pulida, de modo que trataré de describir
mi aspecto.
Soy una gran masa gelatinosa. Redondeada, con suaves curvas, sin boca, con
agujeros pulsátiles llenos de vapor donde antes se hallaban mis ojos. En el lugar en que
tenía los brazos, veo unos apéndices cortos y de aspecto gomoso. Unos bultos sin forma
indican la posición aproximada de lo que fueron mis piernas. Cuando me muevo dejo un
rastro húmedo. Sobre la superficie de mi cuerpo veo deslizarse unos parches de
enfermizo, perverso color gris, tal como si surgiera una luz desde adentro.
Desde afuera supongo que mi torpe aspecto, mi pobre trasladar, ha de dar una
sensación de algo que jamás pudo haber sido humano. De un ser cuya apariencia es una
tan ridícula caricatura de lo humano que resulta aun más obscena por su muy vago
parecido.
Desde adentro, soledad. Aquí. Viviendo bajo la tierra, bajo el mar, dentro de las
entrañas de AM a quien creamos porque nuestras horas se perdían tristemente,
pensando tal vez sin darnos cuenta, que él sabría hacerlo mejor. Por lo menos ellos
cuatro ya están a salvo.
AM estará cada vez más furioso al recordarlo. Esto me hace en cierto modo feliz. Y sin
embargo... AM ha vencido, simplemente... se ha vengado...
No tengo boca. Y debo gritar.
Historia de un muerto contada por él mismo
Alexandre Dumas, padre
Una noche de diciembre estábamos reunidos tres amigos en el taller de un pintor. Hacía un tiempo sombrío y frío, y la lluvia golpeaba los cristales con un ruido continuo y monótono.
El taller era inmenso y estaba débilmente iluminado por la luz de una chimenea en torno a la que conversábamos.
Aunque todos fuéramos jóvenes y joviales, la conversación había tomado, a pesar nuestro, un aire de aquella noche triste, y las palabras alegres se habían agotado rápidamente.
Uno de nosotros reanimaba constantemente la hermosa llama azul de un ponche que arrojaba sobre todos los objetos circundantes una claridad fantástica. Los inmensos bosquejos, los cristos, las bacantes, las madonas, parecían moverse y danzar sobre las paredes, como grandes cadáveres fundidos en el mismo tono verdoso. Aquel vasto salón, resplandeciente de día por las creaciones del pintor, lleno de sus sueños, había tomado aquella noche en la penumbra, un carácter extraño.
Cada vez que la pequeña cuchara de plata volvía a caer en el tazón lleno de licor encendido, los objetos se reflejaban sobre los muros con formas desconocidas y con tintes inauditos; desde los viejos profetas de barbas blancas hasta esas caricaturas que cubren las paredes de los talleres, y que parecen un ejército de demonios como los que aparecen en sueños o como los que dibujaba Goya. Además, la calma brumosa y fría del exterior aumentaba lo fantástico del interior; cada vez que mirábamos aquella claridad por un instante, nos veíamos a nosotros mismos con rostros de un gris verdoso, con los ojos fijos y brillantes como rubíes, los labios pálidos y las mejillas hundidas. Quizá lo más impresionante era una máscara de yeso, moldeada sobre el rostro de uno de nuestros amigos, muerto hacía algún tiempo, máscara que, colgada cerca de la ventana, recibía en su perfil el reflejo del ponche, lo que le daba una fisonomía extrañamente burlona.
Todo el mundo ha sufrido como nosotros la influencia de salones vastos y tenebrosos, como los describe Hoffmann o como los pinta Rembrandt; todo el mundo ha experimentado, al menos una vez, esos miedos sin causa, esas fiebres espontáneas a la vista de objetos a los que el rayo pálido de la luna o la luz dudosa de una lámpara otorgan una forma misteriosa; todo el mundo se ha encontrado en una habitación grande y sombría, junto a un amigo, escuchando algún cuento inverosímil y experimentado ese terror secreto que puede cesar de golpe encendiendo una lámpara o hablando de otra cosa; lo que evitamos hacer, porque es muy grande la necesidad de emociones, verdaderas o falsas, que tiene nuestro pobre corazón.
En fin, aquella noche, éramos tres. La conversación, que nunca toma la línea recta para llegar a su meta, había seguido todas las fases de nuestras ideas veinteañeras: unas veces ligera como el humo de nuestros cigarrillos, otras vivaz como la llama del ponche, en las demás, sombría como la sonrisa de aquella máscara de yeso.
Habíamos llegado a un punto en el que no hablábamos siquiera; los cigarros, que seguían el movimiento de las cabezas y de las manos, brillaban como tres aureolas girando en la sombra.
Era evidente que el primero que abriera la boca y que turbara el silencio, aunque fuera para una broma, causaría inquietud a los otros dos; hasta tal punto estábamos sumidos, cada uno por nuestro lado, en una ensoñación miedosa.
-Henri -dijo el que vigilaba el ponche, dirigiéndose al pintor-, ¿has leído a Hoffman?
-¡Por supuesto! -respondió Henri.
-Y, ¿qué piensas de él?
-Pienso que es admirable, y tanto más, porque creía evidentemente en lo que escribía. Por lo que a mí respecta, sólo sé que cuando lo leía por la noche, me iba a la cama, frecuentemente, sin cerrar mi libro y sin atreverme a mirar detrás de mí.
-¿O sea, que te gusta lo fantástico?
-Mucho.
-¿Y a ti? -preguntó dirigiéndose a mí.
-También.
-Pues bien, voy a contarles una historia fantástica que me ocurrió.
-Esto no podía acabar de otro modo; cuenta.
-¿Es una historia que te ocurrió a ti mismo? -pregunté.
-A mí mismo.
-Pues cuenta, hoy estoy dispuesto a creer todo.
-Tanto más, cuanto que, palabra de honor, puedo afirmar que soy el héroe.
-Bueno, adelante, te escuchamos.
Dejó caer la pequeña cuchara en el tazón. La llama se apagó poco a poco, y permanecimos en una oscuridad casi completa, con sólo las piernas iluminadas por el fuego de la chimenea.
Él comenzó:
-Una noche, hará aproximadamente un año, hacía el mismo tiempo que hoy, el mismo frío, la misma lluvia, la misma tristeza. Yo tenía muchos enfermos, y después de haber hecho mi última visita, en lugar de ir un instante a Les Italienscomo tenía por costumbre, hice que me llevaran a mi casa. Vivía en una de las calles más desiertas del barrio Saint-Germain. Estaba muy cansado y me acosté pronto. Apagué la lámpara y, durante algún tiempo, me entretuve mirando el fuego, que ardía y hacía danzar grandes sombras sobre la cortina de mi cama; finalmente, mis ojos se cerraron y me dormí.
Hacía aproximadamente una hora que dormía cuando sentí una mano que me sacudía vigorosamente. Me desperté sobresaltado, como quien espera dormir mucho tiempo, y observé con asombro al visitante nocturno. Era mi criado.
-Señor -me dijo-, levántese inmediatamente, le buscan para que visite a una joven que se muere.
-¿Y dónde vive esa joven? -le pregunté.
-Casi enfrente; además, ahí está la persona que ha venido por usted para acompañarle.
Me levanté y me vestí apresuradamente, pensando que la hora y la circunstancia harían perdonar mi vestimenta; cogí mi lanceta y seguí al hombre que me habían enviado.
Llovía a cántaros.
Afortunadamente, no tuve más que atravesar la calle y al instante estuve en casa de la persona que reclamaba mis cuidados. Vivía en un palacete vasto y aristocrático. Crucé un gran patio, subí los peldaños de una escalinata y pasé por un vestíbulo donde se hallaban unos criados aguardándome. Me hicieron subir un piso y pronto me encontré en la habitación de la enferma. Era una gran habitación con viejos muebles de madera negra esculpida. Una mujer me introdujo en aquella habitación a la que nadie nos siguió. Fui dirigido hacia una gran cama de columnas, tapizada con una antigua y rica tela de seda, y vi, sobre la almohada, la más encantadora cabeza de madona que jamás haya soñado Rafael. Tenía unos cabellos dorados como una ola del Pactolo, enmarcando un rostro de un perfil angelical, los ojos semicerrados y la boca entreabierta dejaba ver una doble hilera de perlas. Su cuello resplandecía de blancura, puro de líneas; su camisa entreabierta insinuaba un pecho hermoso capaz de tentar a San Antonio y, cuando cogí su mano, recordé esos brazos blancos que Homero da a Juno. En fin, aquella mujer era una mezcla del ángel cristiano y de la diosa pagana; todo en ella revelaba la pureza del alma y la fogosidad de los sentidos. Hubiera podido pasar al mismo tiempo por la santa Virgen o por una bacante lasciva, enloquecer a un sabio y dar la fe a un ateo. Cuando me acerqué a ella, sentí a través del calor de la fiebre ese perfume misterioso hecho de todos los perfumes que emana la mujer.
Permanecí sin recordar la causa que me había llevado allí, mirándola como una revelación y sin encontrar nada semejante ni en mis recuerdos ni en mis sueños. Cuando ella volvió la cabeza hacia mí, abrió sus grandes ojos azules y me dijo:
–Sufromucho.
Sin embargo, no tenía casi nada. Una sangría y estaba salvada. Cogí mi lanceta y en el momento de tocar aquel brazo tan blanco, mi mano tembló. Pero el médico se impuso al hombre. Cuando abrí la vena, corrió una sangre pura como de coral en fusión, y ella se desvaneció.
Ya no quise dejarla. Me quedé a su lado. Experimentaba una secreta felicidad por tener la vida de aquella mujer entre mis manos. Detuve la sangre, ella volvió a abrir poco a poco los ojos, se llevó la mano que tenía libre a su pecho, se giró hacia mí, y mirándome, con una de esas miradas que condenan o salvan, me dijo:
-Gracias, sufro menos.
Había tanta voluptuosidad, tanto amor y tanta pasión alrededor de ella que yo estaba clavado en mi sitio, contando cada latido de mi corazón por los latidos del suyo, escuchando su respiración todavía un poco febril, y diciéndome que si había alguna cosa del cielo en esta tierra, debía ser el amor de aquella mujer.
Se durmió.
Yo estaba arrodillado sobre los peldaños de su cama, como un sacerdote en el altar. Una lámpara de alabastro colgada del techo lanzaba una claridad encantadora sobre todos los objetos. Estaba solo a su lado. La mujer que me había introducido había salido para anunciar que su ama estaba bien y que no se necesitaba a nadie. Era verdad, su ama estaba allí, tranquila y hermosa como un ángel dormido en su plegaria. En cuanto a mí, yo estaba loco…
Pero no podía quedarme en aquella habitación toda la noche. Por tanto, salí también sin hacer ruido para no despertarla. Receté algunos cuidados al irme, y dije que volvería al día siguiente.
Cuando regresé a mi casa, estuve desvelado por su recuerdo. Comprendí que el amor de aquella mujer debía ser un encantamiento eterno hecho de ensoñación y de pasión; que debía ser púdica como una santa y apasionada como una cortesana; concebí que debía ocultar al mundo todos los tesoros de su belleza, y que a su amante debía entregarse desnuda por entero. En fin, su imagen quemó mi noche, y cuando llegó la claridad yo estaba locamente enamorado.
Más tarde, tras los pensamientos locos de una noche agitada, llegaron las reflexiones. Me dije que un abismo infranqueable me separaba de aquella mujer; que era demasiado bella para no tener un amante; que debía ser demasiado amado para que ella le olvidase, y me puse a odiar sin conocer a aquel hombre, a quien Dios daba tanta felicidad en este mundo, para que pudiera sufrir, sin protestar, una eternidad de dolores.
Esperaba impaciente la hora a la que podía presentarme en su casa, y el tiempo que pasé esperándola me pareció un siglo.
Finalmente, llegó la hora y salí.
Cuando llegué, me hicieron entrar en una reducida habitación exquisita, de un rococó furioso, de un pompadoursorprendente; estaba sola y leía. Un gran vestido de terciopelo negro la ceñía por todas partes, no dejando ver, como en las vírgenes del Perugino, más que las manos y la cabeza. Tenía el brazo que yo había sangrado coquetamente en cabestrillo y extendía ante el fuego sus pequeños pies, que no parecían hechos para caminar sobre esta tierra. Esa mujer era tan completamente bella que Dios parecía haberla dado al mundo como un esbozo de los ángeles.
Me tendió la mano y me hizo sentar a su lado.
-¿Tan pronto levantada, señora? -le dije-, usted es imprudente.
-No, soy fuerte -me contestó sonriendo-, he dormido muy bien y, además, no estaba enferma.
-Sin embargo, decía que sufría.
-Más del pensamiento que del cuerpo -dijo con un suspiro.
-¿Tiene alguna pena, señora?
-Oh, una profunda. Afortunadamente, Dios también es médico y ha encontrado la panacea universal, el olvido.
-Pero hay dolores que matan -le dije.
-Y bien, la muerte o el olvido, ¿no es lo mismo? La una es la tumba del cuerpo, la otra la tumba del corazón, eso es todo.
-Pero usted, señora -dije-, ¿cómo puede tener una pena? Está demasiado alta para que la alcance, y los dolores deben sentirse bajo sus pies como las nubes bajo los pies de Dios; las tormentas para nosotros, para usted la serenidad.
-Eso es lo que le engaña -continuó ella-, y lo que prueba que toda su ciencia se detiene ahí, en el corazón.
-Y bien -le dije-, trate de olvidar, señora. Dios permite a veces que una alegría suceda a un dolor, que la sonrisa suceda a las lágrimas, ¿cierto?; y cuando el corazón de aquel que prueba está demasiado vacío para llenarse solo, cuando la herida es demasiado profunda para cerrar sin ayuda, envía al camino de aquella a la que quiere consolar otra alma que la comprende porque sabe que se sufre menos sufriendo a dúo; y llega un momento en que el corazón vacío se llena de nuevo o la herida cicatriza.
-¿Y cuál es el dictamen, doctor -me dijo ella-, con qué cura semejante herida?
Se hizo un silencio bastante largo durante el cual admiré aquel rostro divino, sobre el que la media luz filtrada a través de las cortinas de seda arrojaba tintes encantadores, y admiré también aquellos hermosos cabellos de oro, no sueltos como en la víspera, sino alisados sobre las sienes y cogidos en la nuca.
Desde el principio, la conversación había adoptado un aire triste; por eso aquella mujer me pareció más radiante aún que la primera vez, con su triple corona de belleza, pasión y dolor. Dios la había probado con el dolor y era preciso que aquel a quien ella diera su alma aceptara la misión, doblemente santa, de hacerle olvidar el pasado y esperar el futuro.
Por eso permanecí ante ella, no ya loco como lo estaba la víspera ante su fiebre, sino recogido ante su resignación. Si me hubiera sido dada en aquel momento, habría caído a sus pies, le habría cogido las manos y hubiera llorado con ella como con una hermana, respetando al ángel y consolando a la mujer.
Pero ¿cuál era aquel dolor que había que hacer olvidar, que había causado aquella herida sangrante todavía? Era lo que yo ignoraba, lo que debía adivinar, porque ya existía entre la enferma y el médico suficiente intimidad para que me confesase una pena, pero no la suficiente para que me contara la causa. Nada a su alrededor podía ponerme sobre la pista. En la víspera, nadie había ido a su cabecera para inquietarse por ella; al día siguiente, nadie se presentaba para verla. Aquel dolor debía estar, pues, en el pasado y reflejarse sólo en el presente.
-Doctor -me dijo de pronto saliendo de su ensoñación-, ¿podré bailar pronto?
-Sí, señora -le dije yo, asombrado por aquella transformación.
-Es que tengo que dar un baile hace mucho tiempo programado -continuó ella-; ¿vendrá, verdad? Debe tener una opinión malísima de mi dolor que, haciéndome soñar de día, no me impide bailar de noche. Es que verá, es uno de esos pesares que hay que empujar al fondo del corazón para que el mundo no sepa nada; una de esas torturas que debemos enmascarar con una sonrisa para que nadie las adivine. Quiero guardar para mí sola lo que sufro, como otro guardaría su alegría. Este mundo, que tiene envidia y celos al verme bella, me cree feliz, y es una convicción que no quiero quitarle. Por eso bailo, con riesgo de llorar al día siguiente, pero de llorar sola.
Me tendió la mano con una mirada indefinible de candor y de tristeza, y me dijo:
-¿Hasta pronto, verdad?
Yo llevé su mano a mis labios y salí.
Llegué a mi casa atontado.
Desde mi ventana veía las suyas; y me quedé todo el día mirándolas, oscuras y silenciosas. Me olvidaba de todo por aquella mujer; no dormía, no comía; por la noche tenía fiebre, al día después por la mañana, delirio, y a la noche siguiente estaba muerto.»
-¡Muerto! -exclamamos nosotros.
-Muerto -contestó nuestro amigo con un acento de convicción imposible de transcribir-, muerto como Fabien cuya máscara está ahí.
-Continúa -le dije.
La lluvia golpeaba contra los cristales. Volvimos a echar leña en la chimenea, cuya llama roja y viva disminuía un poco la oscuridad que invadía el taller.
Él continuó:
-A partir de ese momento, sólo experimenté una conmoción fría. Fue, sin duda, el momento en que me arrojaron a la fosa.
Ignoro desde hacía cuánto tiempo estaba sepultado, cuando oí confusamente una voz que me llamaba por mi nombre. Me estremecí de frío sin poder responder. Algunos instantes después, la voz volvió a llamarme; hice un esfuerzo para hablar, pero, al moverse, mis labios sintieron el sudario que me cubría de la cabeza a los pies. A pesar de ello conseguí articular débilmente estas palabras:
-¿Quién me llama?
-Yo -respondió.
-¿Quién eres tú?
-Yo.
Y la voz iba debilitándose como si se hubiera perdido en el viento o como si no hubiera sido más que un ruido pasajero de las hojas.
Por tercera vez, todavía mi nombre llegó a mis oídos, pero esta vez el nombre pareció correr de rama en rama, de tal modo que el cementerio entero lo repitió sordamente, y oí un ruido de alas, como si mi nombre, pronunciado de pronto en el silencio, hubiera hecho volar una bandada de pájaros nocturnos.
Mis manos se elevaron hasta mi rostro como movidas por resortes misteriosos. Aparté silenciosamente el sudario que me cubría y traté de ver. Me pareció que despertaba de un largo sueño. Sentía frío.
Siempre recordaré el espanto sombrío del que estaba rodeado. Los árboles no tenían hojas y sus ramas descarnadas se retorcían dolorosamente como grandes esqueletos. Un débil rayo de luna, que penetraba a través de las nubes negras, iluminaba un horizonte de tumbas blancas que parecían una escalera hacia el cielo. Todas aquellas voces indefinidas de la noche que presidían mi despertar parecían cargadas de misterio y terror.
Volví la cabeza y busqué a quien me había llamado. Estaba sentado junto a mi tumba, espiando todos mis movimientos, la cabeza apoyada en las manos y una sonrisa extraña bajo su mirada horrible.
Tuve miedo.
-¿Quién es? -le dije reuniendo todas mis fuerzas-, ¿por qué me ha despertado?
-Para prestarte un servicio -me respondió.
-¿Dónde estoy?
-En el cementerio.
-¿Quién es?
-Un amigo.
-Déjeme en mi sueño.
-Escucha -me dijo-, ¿te acuerdas de la tierra?
-No.
-¿No echas de menos nada?
-No.
-¿Cuánto hace que duermes?
-Lo ignoro.
-Yo te lo diré. Estás muerto desde hace dos días, y tu última palabra ha sido el nombre de una mujer en lugar de ser el del Señor. Hasta el punto de que tu cuerpo sería de Satán, si Satán quisiera cogerlo. ¿Comprendes?
-Sí.
-¿Quieres vivir?
-¿Usted es Satán?
-Satán o no, ¿quieres vivir?
-¿Nada más que vivir?
-No, volverás a verla.
-¿Cuándo?
-Esta noche.
-¿Dónde?
-En su casa.
-Acepto -dije yo tratando de levantarme-. ¿Cuáles son tus condiciones?
-No te las pongo -me respondió Satán-; ¿crees acaso que de cuando en cuando no soy capaz de hacer el bien? Esta noche ella da un baile y te llevo a él.
-Vayamos, pues.
-Vayamos.
Satán me tendió la mano y me encontré de pie.
Describir lo que experimenté sería cosa imposible. Sentía que un frío terrible helaba mis miembros; es todo cuanto puedo decir.
-Ahora -continuó Satán-, sígueme. Comprende que no te haga salir por la puerta principal, el portero no te dejaría pasar, querido; una vez aquí, no se sale. Sígueme, pues. Vamos primero a tu casa, donde te vestirás; porque no puedes ir al baile con el traje que llevas, tanto más, cuanto que no es un baile de disfraces; pero envuélvete bien en tu sudario, porque la noche es fría y podrías enfermar.
Satán se echó a reír como ríe Satán, y yo seguí caminando tras él.
-Estoy seguro -continuó- de que pese al servicio que te hago, no me amas todavía. Así están hechos los hombres, ingratos con sus amigos. No es que censure la ingratitud; es un vicio que yo inventé y es uno de los más difundidos, pero me gustaría verte menos triste. Es la única gratitud que te pido.
Yo le seguía, blanco y frío como una estatua de mármol que un resorte oculto hace moverse; sólo que en los momentos de silencio habría podido oírse a mis dientes chocar bajo un estremecimiento glacial y a los huesos de mis miembros crujir a cada paso.
-¿Llegaremos pronto? -dije con esfuerzo.
-¡Impaciente! -dijo Satán-. ¿Es muy hermosa?
-Como un ángel.
-Ay, querido -continuó riendo-, hay que confesar que adoleces de delicadeza en tus palabras; acabas de hablarme de ángel, a mí, que lo he sido; tanto más, cuanto que ningún ángel haría por ti lo que yo hago hoy. Pero te perdono; hay que perdonarle algo a un hombre muerto hace dos días. Además, como te decía, esta noche estoy muy alegre; hoy han ocurrido en el mundo cosas que me encantan. Creía que a los hombres degenerados algo los había vuelto virtuosos desde hace algún tiempo, pero no, son siempre los mismos, tal como los creé. Y bien, querido, rara vez he visto jornadas como ésta. He cosechado, desde ayer, seiscientos veintidós suicidas sólo en Europa, y entre ellos hay más jóvenes que viejos, lo cual es una pérdida porque mueren sin hijos; dos mil doscientos cuarenta y tres asesinatos, sólo en Europa; en las demás partes del mundo, ni llevo la cuenta. Con ellas me pasa lo que a los mayores capitalistas, no puedo enumerar mi fortuna. Dos millones seiscientos veintitrés mil novecientos setenta y cinco nuevos adulterios; eso es menos sorprendente debido a los bailes; doscientos jueces que se han vendido, ordinariamente, tenía más. Pero lo que mayor placer me ha dado son veintisiete muchachas, la mayor de las cuales no tenía dieciocho años, que han muerto blasfemando de Dios. Cuenta, querido, todo eso es un ingreso aproximado de dos millones seiscientas veintiocho mil almas sólo en Europa. No cuento los incestos, las falsificaciones de moneda, las violaciones: pura calderilla. Por eso, haciendo una media de tres millones de almas que se pierden al día, calcula en cuánto tiempo el mundo entero será mío. Me veré obligado a comprarle a Dios el paraíso para agrandar el infierno.
-Comprendo tu alegría -murmuré yo acelerando el paso.
-Me dices eso -continuó Satán- con aire sombrío y de duda; ¿tienes miedo de mí porque me ves cara a cara? ¿Soy tan repulsivo? Razonemos un poco, por favor. ¿Qué sería del mundo sin mí? ¿Un mundo que tuviera sentimientos procedentes del cielo y no pasiones procedentes de mí? El mundo moriría de rencor, querido. ¿Quién ha inventado el oro? Yo. ¿El juego? Yo. ¿El amor? Yo. ¿Los negocios? También yo. Y no comprendo a los hombres que parecen odiarme tanto. Sus poetas, por ejemplo, que hablan de amor puro, no comprenden que al mostrar el amor que salva, inspiran la pasión que pierde, porque gracias a mí, lo que siempre buscan no es una mujer como la Virgen, sino una pecadora como Eva. Y tú mismo, en este momento, tú que todavía tienes el frío de un cadáver y la palidez de un muerto, no es un amor puro lo que vas a buscar junto a aquella a la que te llevo, sino una noche de voluptuosidad. Ves, pues, que el mal sobrevive a la muerte, y que si el hombre tuviera que escoger, preferiría la eternidad de la pasión a la dicha, y la prueba es que, por algunos años de pasión sobre la tierra, pierde la eternidad de la dicha en el cielo.
-¿Llegaremos pronto? -dije yo porque el horizonte iba renovándose siempre y caminábamos sin avanzar.
-Siempre impaciente -replicó Satán-, aun cuando trato de abreviar la ruta cuánto puedo. Comprende que no puedo pasar por la puerta, hay una gran cruz y ésta es mi aduana. Cuando viajo y me tropiezo con ella, me detendría, me vería obligado a santiguarme; y puedo cometer un crimen, pero no un sacrilegio, y además, como ya te he dicho, no te dejarían pasar. ¿Crees que te mueres, que te entierran, y que un buen día te puedes marchar sin decir nada? Te equivocas, querido; sin mí habrías tenido que esperar a la resurrección eterna, cosa que habría sido larga. Sígueme y estate tranquilo, llegaremos. Te he prometido un baile y lo tendrás; yo cumplo mis promesas y mi firma es conocida.
Había en esa ironía de mi siniestro compañero un fatalismo que me helaba; todo cuanto acabo de decirles, creo oírlo todavía.
Caminamos algún tiempo más, luego llegamos a un muro ante el que estaban amontonadas tumbas formando escalera. Satán puso el pie en la primera y, contra su costumbre, caminó sobre las piedras sagradas hasta que estuvo en la cima de la muralla.
Yo vacilé en seguir el mismo camino, tenía miedo.
Me tendió la mano diciéndome:
-No hay peligro; puedes poner el pie encima, son conocidos.
Cuando estuve a su lado me dijo:
-¿Quieres que te haga ver lo que sucede en París?
-No, sigamos.
Saltamos del muro a tierra.
La luna, bajo la mirada de Satán, se había velado como una joven bajo una mirada descarada. La noche estaba fría, todas las puertas se hallaban cerradas, todas las ventanas oscuras, todas las calles silenciosas; se hubiera dicho que nadie había pisado hacía mucho tiempo el suelo sobre el que caminábamos; todo a nuestro alrededor tenía un aspecto fantasmal. Se podía creer que, cuando el día llegase, nadie abriría las puertas, ninguna cabeza se asomaría a las ventanas y nadie turbaría el silencio. Creía caminar por una ciudad muerta hacía siglos y reencontrada en unas excavaciones; en fin, la ciudad parecía estar despoblada en provecho del cementerio.
Caminábamos sin oír un ruido, sin encontrar una sombra; la caminata fue larga a través de aquella ciudad espantosa de silencio y de reposo; finalmente, llegamos a nuestra casa.
-¿La reconoces? -me dijo Satán.
-Sí -respondí sordamente-, entremos.
-Espera, tengo que abrir. También fui yo el que inventó el robo; tengo una segunda llave de todas las puertas, excepto la del paraíso, por supuesto.
Entramos.
La calma exterior continuaba en el interior; era horrible.
Yo creía soñar, no respiraba ya. Imagínense volviendo a entrar en su habitación donde habían muerto hace dos días, encontrando todas las cosas tal como estaban durante su enfermedad, con el sello de ese aire sombrío que da la muerte; volviendo a ver los objetos ordenados, como si ya no tuvieran que ser tocados por ustedes. La única cosa animada que había visto desde mi salida del cementerio fue mi gran péndulo, a cuyo lado había un ser humano muerto, y continuaba contando las horas de mi eternidad como había contado las de mi vida.
Fui a la chimenea, encendí una vela para cerciorarme de la verdad, porque todo cuanto me rodeaba se me aparecía a través de una claridad pálida y fantástica que me daba, por así decir, una visión interior. Todo era real; aquella era mi habitación. Vi el retrato de mi madre, sonriéndome como siempre; abrí los libros que leía algunos días antes de mi muerte; solamente la cama no tenía ropa, y había sellos en todas partes.
En cuanto a Satán, se había sentado al fondo y leía atentamente la Vida de los Santos.
En aquel momento pasé ante un gran espejo y me vi en mi extraño atuendo, cubierto de un pálido sudario con los ojos apagados. Dudé de aquella vida que me devolvía un poder desconocido y me llevé la mano al corazón.
Mi corazón no latía.
Me llevé la mano a la frente y estaba fría como el pecho, el pulso mudo como el corazón; reconocía todo lo que había abandonado; así pues, sólo el pensamiento y los ojos vivían en mí.
Lo horrible además era que no podía apartar mi mirada de aquel espejo que me devolvía mi imagen sombría, helada y muerta. Cada movimiento de mis labios se reflejaba como la horrible sonrisa de un cadáver. No podía moverme del sitio; no podía gritar.
El reloj dejó oír ese zumbido sordo y lúgubre que precede al campaneo de los viejos péndulos, y dio las dos; luego todo recuperó la calma.
Algunos instantes después, una iglesia vecina sonó a su turno, luego otra, luego una más.
En un rincón del espejo veía a Satán que se había dormido sobre la Vida de los Santos.
Conseguí volverme. Había un espejo frente a aquel en el que miraba, de modo que me veía repetido millares de veces con esa claridad pálida que da una sola vela en una sala grande.
El miedo había llegado a su colmo; lancé un grito.
Satán se despertó.
-He aquí, sin embargo -me dijo mostrándome el libro-, con qué se quiere dar virtud a los hombres. Es tan aburrido que me he dormido, yo que velo desde hace seis mil años. ¿Todavía no estás preparado?
-Sí -repliqué maquinalmente-, ya estoy.
-Date prisa -contestó Satán-, rompe los sellos, coge tus ropas y oro sobre todo, mucho oro; deja tus cajones abiertos, y mañana la justicia encontrará el modo de condenar a algún pobre diablo por rotura de sellos; será mi pequeña ganancia.
Me vestí. De vez en cuando me tocaba la frente y el pecho; los dos estaban fríos.
Cuando estuve preparado, miré a Satán.
-¿Vamos a verla? -le dije.
-Dentro de cinco minutos.
-¿Y mañana?
-Mañana -me dijo- recuperarás tu vida ordinaria; yo no hago las cosas a medias.
-¿Sin condiciones?
-Sin condiciones.
-Salgamos -le dije.
-Sígueme.
Bajamos.
Al cabo de unos instantes estábamos en la casa a la que me habían llamado cuatro días antes.
Subimos.
Reconocí la escalinata, el vestíbulo, la antecámara. Los accesos al salón estaban llenos de gente. Era una fiesta deslumbrante de luces, flores, pedrerías y mujeres.
Estaban bailando.
A la vista de aquella alegría, creí en mi resurrección.
Me incliné al oído de Satán, que no me había abandonado.
-¿Dónde está ella? -le dije.
-En su coqueta.
Esperé a que la contradanza hubiera terminado. Crucé el salón; los espejos con luces de velas reflejaron mi imagen pálida y sombría. Volví a ver aquella sonrisa que me había helado; pero allí ya no había soledad, estaba la gente; no era el cementerio, era un baile; no era la tumba, era el amor. Me dejé embriagar y olvidé por un instante de dónde venía sin pensar en otra cosa que en aquello por lo que había ido.
Llegado a la puerta de la habitación, la vi; se veía más bella y encantadora que nunca. Me detuve un instante como en éxtasis; iba ceñida por un vestido de blancura resplandeciente, con los hombros y los brazos desnudos. Volví a ver, más con la imaginación que en realidad, un pequeño punto rojo en el lugar que yo había sangrado. Cuando apareció, estaba rodeada de jóvenes a los que apenas escuchaba; alzó indolentemente sus hermosos ojos llenos de voluptuosidad, me vio, pareció dudar al reconocerme, luego, poniendo una sonrisa encantadora, dejó a todo el mundo y se acercó a mí.
-Ya ve que soy fuerte -me dijo.
La orquesta se dejó oír.
-Y para probárselo -continuó cogiéndome del brazo- vamos a bailar el vals juntos.
Dijo algunas palabras a alguien que pasaba a su lado. Yo vi a Satán junto a mí.
-Has cumplido tu promesa -le dije-, gracias; pero necesito esta mujer esta misma noche.
-La tendrás -me dijo Satán-, pero límpiate el rostro, tienes un gusano en la mejilla.
Y desapareció dejándome todavía más helado que antes. Como para volver a la vida apreté el brazo de aquella a la que iba a buscar desde el fondo de la tumba y la arrastré al salón.
Era uno de esos valses embriagadores en los que todo cuanto nos rodea desaparece, en los que no se vive más que uno para otro, en los que las manos se encadenan, en los que los cuerpos se confunden y los pechos se tocan. Yo bailaba con los ojos clavados en sus ojos, y su mirada, que me sonreía eternamente, parecía decirme: “¡Si supieras los tesoros de amor y de pasión que daré a mi amante! ¡Si supieras cuánta voluptuosidad hay en mis caricias, cuánto fuego tienen mis besos! A quien ame, daré ¡todas las bellezas de mi cuerpo, todos los pensamientos de mi alma, porque soy joven, porque soy amante, porque soy bella!”.
Y el vals nos arrastraba en un torbellino lascivo y veloz.
Esto duró mucho tiempo. Cuando la música cesó, éramos los únicos que seguíamos bailando.
Ella cayó en mis brazos, con el pecho oprimido, flexible como una serpiente, y alzó sobre mí sus grandes ojos que parecieron decirme: “¡Te amo!”.
La llevé a la habitación, donde estábamos solos. Los salones iban quedando desiertos.
Ella se dejó caer sobre un asiento alargado y mullido, cerrando a medias los ojos bajo la fatiga, como bajo un abrazo de amor.
Me incliné sobre ella, y le dije en voz baja:
-¡Si supiera cuánto la amo!
-Lo sé -me dijo ella-, y también yo lo amo.
Era para volverse loco.
-Daría mi vida -dije- por una hora de amor con usted, y mi alma por una noche.
-Escuche -dijo ella abriendo una puerta oculta en la tapicería-, dentro de un instante estaremos solos. Espéreme.
Ella me empujó suavemente, y me encontré solo en su dormitorio, todavía alumbrado por la lámpara de alabastro.
Todo tenía allí un perfume de misteriosa voluptuosidad imposible de describir. Me senté cerca del fuego porque tenía frío; me miré en el espejo, seguía estando muy pálido. Oí los coches que partían uno a uno; luego, cuando el último hubo desaparecido, se hizo un silencio solemne. Poco a poco mis terrores regresaron; no me atrevía a volverme, tenía frío. Me sorprendía que ella no viniese; contaba los minutos y no oía ningún ruido. Tenía los codos sobre las rodillas y la cabeza entre mis manos.
Entonces me puse a pensar en mi madre, en mi madre que lloraba en aquel momento a su hijo muerto, en mi madre para quien yo era toda la vida, y para la que no había tenido más que mis pensamientos secundarios. Todos los días de mi infancia volvieron a pasar ante mis ojos como un sueño. Vi que siempre que había tenido una herida que curar, un dolor que apagar, fue siempre a mi madre a quien recurrí. Quizá en el momento en que yo me preparaba para una noche de amor, ella se preparaba para una noche de insomnio, sola, silenciosa, junto a objetos que le recordaban a mí, o velando con mi solo recuerdo. ¡Qué horrible pensamiento! Tenía remordimientos; las lágrimas vinieron a mis ojos. Me levanté. En el momento en que me miraba en el espejo, vi una sombra pálida y blanca detrás de mí, mirándome fijamente.
Me volví; era mi hermosa amada.
Afortunadamente, mi corazón no latía, porque de emoción habría terminado por romperse.
Todo estaba silencioso, tanto fuera como dentro.
Me atrajo a su lado y pronto olvidé todo. Fue una noche imposible de contar, con placeres desconocidos, con voluptuosidades tales que se acercan al sufrimiento. En mis sueños de amor no encontré nada parecido a aquella mujer que tenía en mis brazos, ardiente como una Mesalina, casta como una madona, flexible como una tigresa, con besos que quemaban los labios, con palabras que quemaban el corazón. Había en ella algo tan potentemente atractivo, que hubo momentos en que tuve miedo.
Por fin, la lámpara comenzó a palidecer cuando el día empezaba.
-Escucha -me dijo aquella mujer-, hay que marcharse; ya llega el día, no puedes quedarte aquí; pero por la tarde, a primera hora de la noche te espero, ¿sí?
Por última vez, sentí sus labios sobre los míos. Ella apretó de modo convulso mis manos, y me marché.
Fuera seguía la misma quietud.
Caminaba como un loco, creyendo apenas en mi vida, sin pensar en ir a casa de mi madre o volver a la mía, ¡tanto embriagaba mi corazón aquella mujer!
Sólo sé de una cosa que se desea más que una primera noche pasada junto a una amante; una segunda.
La luz se había levantado, triste, pálida, fría. Caminé al azar por el campo desierto y desolado, para esperar la noche.
La noche llegó temprano.
Corrí a la casa del baile.
En el momento en que franqueaba el umbral de la puerta, vi a un viejo pálido y achacoso que bajaba la escalinata.
-¿Dónde va el señor? -me detuvo el portero.
-A casa de la señora de P… -le dije.
-La señora de P… -dijo él mirándome asombrado y señalándome al viejo-; ese señor es quien vive en este palacete; ella murió hace dos meses.
Lancé un grito y caí de espaldas.
-¿Y después? -pregunté yo, ansioso por saber más.
-¿Después? -dijo él gozando de nuestra atención y sopesando sus palabras-, después me desperté, porque todo eso no era más que un sueño.